viernes, 16 de julio de 2010

Capítulo I - El Principio del Fin




"A man has free choice to begin love, but not to end it."
-Junjou Romantica 

Era la mañana del 18 de agosto. El sol estaba en su cenit y sólo se oían lo pasos relajados de unos zapatos tennis sobre el pavimento. Un chico caminaba por las calles en dirección al internado para varones de la cuarta avenida. Tenía las manos en los bolsillos y los audífonos a un volumen razonable.
Aún quedaba tiempo antes de que empezara la junta de bienvenida y él no se apresuraba (de hecho, aunque estuviera retrasado, él no apresuraría mucho el paso). En realidad, este chico estaba cavilando en los acontecimientos que pasaban por su cabeza como autos de carreras. Pensaba en los sueños que habían poblado sus horas de inconsciencia durante unas semanas y que se habían vuelto en una ligera obsesión.
En ésta secuencia de imágenes, él se hallaba en una habitación a oscuras. Sólo la luz proveniente de una ventana podía ofrecerle las siluetas de los objetos pertenecientes al cuarto. En esa habitación, ante la ventana, una figura que parecería como la de un chico (un poco más alto que él y más fornido) contrastaba contra la tenue luz de la noche. La silueta humanoide lo estaba viendo, él lo sabía. Podía sentirlo, ese rubor que surgía de los latidos acelerados de su corazón. Sentía que esos ojos lo fulminaban. Entonces…
Algo chocó con él. Algo que corría a bastante velocidad.
-       Lo siento. Debería fijarme más por donde voy.
En cuanto Viktor volteó a ver a aquél personaje que había interrumpido tan abruptamente sus cavilaciones para soltarle unas cuantas palabras poco amables, el chico de ojos grises y cabello negro como el ébano le sonrió con calidez. Una media sonrisa que noquearía a cualquier campeón de boxeo. Viktor, con las palabras ahogadas en su interior, no pudo decir nada antes de que el chico saliera corriendo. No pudo hacer otra cosa que seguir caminando, aún, con la sensación de que aquél chico de ojos grises le resultaba muy familiar.
Pronto llegó a las puertas de la gran construcción y las cruzó sin mucha emoción. Pasó por un jardín dotado de verde pasto y se internó en el edificio que sería su hogar. Una vez dentro, se dirigió al auditorio en lo alto de la escalera principal. Ahí, se ubicó en una de las sillas de atrás y aguardó a que la junta de inicio empezara.
Sus cosas ya estaban en algún dormitorio que seguro compartiría. Esa mañana se había despedido de su madre, su padre y sus hermanos. Incluso, su madre había soltado un par de lágrimas al ver a su “hombrecito” dirigirse a la puerta de salida de su casa para tomar el tren que lo llevaría a esta nueva ciudad, este nuevo comienzo.
El director, un hombre de constitución gruesa y un bigote al estilo revolucionario, comenzó a dar el típico discurso de bienvenida y motivación. Viktor subió el volumen a los audífonos.
Al cabo de una hora aproximadamente, el director terminó de hablar y dieron rienda suelta a los aplausos. Viktor se levantó con todos los demás y se dirigió a su dormitorio, que estaba en una de las torres al norte del terreno gigantesco del internado. Allí, notó algo extraño desde el primer instante: dos terceras partes del espacio disponible estaban ocupadas por objetos variados que iban desde una televisión de plasma hasta un espejo de cuerpo completo.
Antes de que nuestro querido muchacho pudiese mostrar algún signo de descontento, la puerta se abrió de golpe y dejó a la vista a un chico de cabellos y ojos color avellana.

-       ¡Compañero! –Antes de lo que canta un gallo, el castaño se hallaba colgando del cuello de Viktor, quien no pudo más y lo apartó de un empujón.
-       ¿Quién demonios eres?
-       Mi nombre es Max. Soy tu compañero de cuarto.
-       ¿Cuál es tu nombre?
-       Soy Viktor.
-       Mucho gusto, Vicky
-       Es Viktor.
-       Pues, para mí, eres Vicky. –Bien, ahora Viktor sabía que no se llevaría muy bien con este dichoso “Max” que se presentaba de ese modo tan irritante y le sonreía de oreja a oreja. Con cara de pocos amigos, Viktor  intentó pensar en un modo de escabullirse de este individuo, pero Max le leyó el pensamiento y cerró la puerta con seguro y tomó las llaves.
-       Y, ¿de dónde vienes, Vicky? –Preguntó Max, sentándose entre el montón de almohadas que cubrían su cama y jugando con el par de llaves.
-       Eso no te importa.
-       Oh, ¡vamos Vicky! Sólo pretendo ser amable.
-       Es Viktor.
-       Entonces no vienes de por aquí. –Continuó Max, tomando el recibo de autobús que Viktor había dejado en un escritorio que estaba entre ambas camas.
-        Vienes de otro estado. –Viktor se estiró para arrebatarle a Max el papel, pero éste se quitó con agilidad. Así pasó con los siguientes dos intentos, provocando la risa de Max. Viktor decidió rendirse.
-       No, no somos de aquí. Llegué a la capital esta mañana.
-       ¡Ah! Así está mejor. Yo tampoco soy de aquí. De hecho, yo vivía en Sudamérica antes de regresar a México. Estuve ahí un año con mi…
Max se quedó a media frase. Su semblante ensombreció un poco y su vista se perdió. Viktor aprovechó la distracción del muchacho para arrebatarle las llaves y salir corriendo de la habitación.
“Vaya compañero aquél…” Pensó Viktor mientras caminaba por los pasillos del edificio. Era un lugar muy grande y, sin duda alguna, viejo. Tenía pilares enormes y techos altos. Los pasillos tenían un azulejo que brillaba de limpio y que se encontraba abarrotado de chicos que conversaban ruidosamente o reían. Viktor quería un lugar tranquilo, un lugar que pudiera convertirse en su refugio. Y lo encontró. Al final de un corredor del tercer piso, halló un pasadizo que lo condujo a unas escaleras de caracol. Ahí estaba, en el techo del internado, cubierto de una capa de sol que hacía parecer el mundo un poco más bello, un poco más brillante. No necesitaba nada más.
Las horas pasaron rápidas. Cuando Viktor se dio cuenta, era de noche y el cielo cubierto por la contaminación mostraba una que otra estrella que adornaba a la gigantesca Luna en cuarto menguante. Bajó las escaleras que lo habían conducido a su nuevo refugio y llegó a su dormitorio. Max no estaba en la habitación y, si se menciona la verdad, no le preocupó ni le extrañó este hecho. Tomó una camiseta, se quitó los pantalones, y se recostó sobre la cama, esperando poder caer en la inconsciencia.
Si algo le gustaba a Viktor, eso era dormir y su colección de pequeñas miniaturas de ejércitos y municiones. Desde siempre, esos pequeños soldaditos habían podido hacer que se imaginara las cosas más grandiosas y que la gloria eterna pareciera al alcance de sus manos. Así, el muchacho cayó en un profundo sueño.

Eran alrededor de las 3:40 de la madrugada del 19 de agosto. Algo había roto el dulce sueño en que se encontraba sumido Viktor, quién se levantó de muy mal humor para gritarle al que, suponía, era Max con alguna otra locura. Estaba dispuesto a vociferar unas cuantas palabras ofensivas, cuando notó algo extraño: alguien estaba sollozando desde el otro lado de la cama destendida de Max. Los lamentos venían acompañados de tristes murmullos. Sólo la luz de una lámpara iluminaba el lecho vacío.
Por más que su cuerpo le dictaba que ignorara al sollozante y siguiera durmiendo, el muchacho se levantó de la cama para descubrir a su compañero de cuarto encogido en un rincón con el rostro entre ambas manos. A pesar de que el chico no le agradaba, Viktor no pudo hacer otra cosa más que hincarse, maldiciéndose por estarse sintiendo mal por el acongojado y preguntar:
-       ¿Qué tienes? –Su voz salió más dulce de lo que esperaba.
-       Es que… yo…-Dijo Max aún con las manos sobre el rostro y entre sollozos. -Yo estoy aquí porque mi padre me odia. Las últimas palabras que me dijo antes de mandarme en vuelo directo hacia aquí fueron que no me quería ver otra vez y que era un verdadero fracaso en su vida.
-       Tranquilo. –Viktor le quitó a Max las manos del rostro y éste pudo ver los ojos verdes del muchacho que intentaba consolarlo. Pudo ver los mechones de lacio cabello dorado que le caían por la frente, despeinados.
-       Vamos. Deja de llorar. –Viktor tomó un pañuelo y rozó su rostro con el para quitarle una lágrima que aún había alcanzado a resbalar por su mejilla, distraídamente. –Ya ves que todo se soluciona...
Al sentir ese tacto frío sobre su piel, Max percibió que el pulso lastimero de su corazón apresuraba el paso rotundamente; sintió un estremecimiento que recorrió toda su espalda. Si hubiera habido más luz que la tenue luz de la lámpara, Viktor hubiera notado el rubor que se hacía más evidente en el rostro del castaño.
Estaban  cerca y Max fue consciente de ello. Podía sentir el calor que de sus cuerpos emanaba. Podía ver el pecho de su compañero, a través de la playera blanca. Hacía un minuto que había dejado de sollozar y de pronto las palabras del otro chico le parecieron ininteligibles. Sólo podía pensar en esa cercanía, en ese cuerpo, en esos ojos verdes y en esos labios.
Hubo silencio. Max miró al rubio, quien calló instantáneamente. Por un segundo, ambas miradas se fundieron. Pocos centímetros los separaban, una distancia que se acortó. Ahora, ambos chicos sentían la respiración del otro. Max cerró los ojos. Sintió el roce de aquellos labios, el tacto frío de aquellas manos. Un movimiento, una caricia, pudo hacer la diferencia. El mundo se detuvo por un instante que pareció eterno. Ahí, labio a labio, aliento sobre aliento, la Tierra dejó de moverse. Ahí, comenzó el Armagedón.

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