"A man has free choice to begin love, but not to end it."
-Junjou Romantica
Era la mañana del 18 de agosto. El sol estaba en su
cenit y sólo se oían lo pasos relajados de unos zapatos tennis sobre el
pavimento. Un chico caminaba por las calles en dirección al internado para
varones de la cuarta avenida. Tenía las manos en los bolsillos y los audífonos
a un volumen razonable.
Aún quedaba tiempo antes de que empezara la junta
de bienvenida y él no se apresuraba (de hecho, aunque estuviera retrasado, él
no apresuraría mucho el paso). En realidad, este chico estaba cavilando en los
acontecimientos que pasaban por su cabeza como autos de carreras. Pensaba en
los sueños que habían poblado sus horas de inconsciencia durante unas semanas y
que se habían vuelto en una ligera obsesión.
En ésta secuencia de imágenes,
él se hallaba en una habitación a oscuras. Sólo la luz proveniente de una
ventana podía ofrecerle las siluetas de los objetos pertenecientes al cuarto.
En esa habitación, ante la ventana, una figura que parecería como la de un
chico (un poco más alto que él y más fornido) contrastaba contra la tenue luz
de la noche. La silueta humanoide lo estaba viendo, él lo sabía. Podía
sentirlo, ese rubor que surgía de los latidos acelerados de su corazón. Sentía
que esos ojos lo fulminaban. Entonces…
Algo chocó con él. Algo que corría a bastante
velocidad.
- Lo siento. Debería
fijarme más por donde voy.
En cuanto Viktor volteó a ver a
aquél personaje que había interrumpido tan abruptamente sus cavilaciones para
soltarle unas cuantas palabras poco amables, el chico de ojos grises y cabello
negro como el ébano le sonrió con calidez. Una media sonrisa que noquearía a
cualquier campeón de boxeo. Viktor, con las palabras ahogadas en su interior,
no pudo decir nada antes de que el chico saliera corriendo. No pudo hacer otra
cosa que seguir caminando, aún, con la sensación de que aquél chico de ojos grises
le resultaba muy familiar.
Pronto llegó a las puertas de la
gran construcción y las cruzó sin mucha emoción. Pasó por un jardín dotado de
verde pasto y se internó en el edificio que sería su hogar. Una vez dentro, se
dirigió al auditorio en lo alto de la escalera principal. Ahí, se ubicó en una
de las sillas de atrás y aguardó a que la junta de inicio empezara.
Sus cosas ya estaban en algún
dormitorio que seguro compartiría. Esa mañana se había despedido de su madre,
su padre y sus hermanos. Incluso, su madre había soltado un par de lágrimas al
ver a su “hombrecito” dirigirse a la puerta de salida de su casa para tomar el
tren que lo llevaría a esta nueva ciudad, este nuevo comienzo.
El director, un hombre de
constitución gruesa y un bigote al estilo revolucionario, comenzó a dar el
típico discurso de bienvenida y motivación. Viktor subió el volumen a los
audífonos.
Al cabo de una hora
aproximadamente, el director terminó de hablar y dieron rienda suelta a los
aplausos. Viktor se levantó con todos los demás y se dirigió a su dormitorio,
que estaba en una de las torres al norte del terreno gigantesco del internado.
Allí, notó algo extraño desde el primer instante: dos terceras partes del
espacio disponible estaban ocupadas por objetos variados que iban desde una
televisión de plasma hasta un espejo de cuerpo completo.
Antes de que nuestro querido
muchacho pudiese mostrar algún signo de descontento, la puerta se abrió de
golpe y dejó a la vista a un chico de cabellos y ojos color avellana.
- ¡Compañero! –Antes de lo
que canta un gallo, el castaño se hallaba colgando del cuello de Viktor, quien
no pudo más y lo apartó de un empujón.
- ¿Quién demonios eres?
- Mi nombre es Max. Soy tu
compañero de cuarto.
- ¿Cuál es tu nombre?
- Soy Viktor.
- Mucho gusto, Vicky
- Es Viktor.
- Pues, para mí, eres
Vicky. –Bien, ahora Viktor sabía que no se llevaría muy bien con este dichoso
“Max” que se presentaba de ese modo tan irritante y le sonreía de oreja a oreja.
Con cara de pocos amigos, Viktor intentó
pensar en un modo de escabullirse de este individuo, pero Max le leyó el
pensamiento y cerró la puerta con seguro y tomó las llaves.
- Y, ¿de dónde vienes,
Vicky? –Preguntó Max, sentándose entre el montón de almohadas que cubrían su
cama y jugando con el par de llaves.
- Eso no te importa.
- Oh, ¡vamos Vicky! Sólo
pretendo ser amable.
- Es Viktor.
- Entonces no vienes de
por aquí. –Continuó Max, tomando el recibo de autobús que Viktor había dejado
en un escritorio que estaba entre ambas camas.
- Vienes de otro estado. –Viktor se estiró para
arrebatarle a Max el papel, pero éste se quitó con agilidad. Así pasó con los
siguientes dos intentos, provocando la risa de Max. Viktor decidió rendirse.
- No, no somos de aquí.
Llegué a la capital esta mañana.
- ¡Ah! Así está mejor. Yo
tampoco soy de aquí. De hecho, yo vivía en Sudamérica antes de regresar a México.
Estuve ahí un año con mi…
Max se
quedó a media frase. Su semblante ensombreció un poco y su vista se perdió.
Viktor aprovechó la distracción del muchacho para arrebatarle las llaves y
salir corriendo de la habitación.
“Vaya
compañero aquél…” Pensó Viktor mientras caminaba por los pasillos del edificio.
Era un lugar muy grande y, sin duda alguna, viejo. Tenía pilares enormes y
techos altos. Los pasillos tenían un azulejo que brillaba de limpio y que se encontraba
abarrotado de chicos que conversaban ruidosamente o reían. Viktor quería un
lugar tranquilo, un lugar que pudiera convertirse en su refugio. Y lo encontró.
Al final de un corredor del tercer piso, halló un pasadizo que lo condujo a
unas escaleras de caracol. Ahí estaba, en el techo del internado, cubierto de
una capa de sol que hacía parecer el mundo un poco más bello, un poco más
brillante. No necesitaba nada más.
Las horas
pasaron rápidas. Cuando Viktor se dio cuenta, era de noche y el cielo cubierto
por la contaminación mostraba una que otra estrella que adornaba a la
gigantesca Luna en cuarto menguante. Bajó las escaleras que lo habían conducido
a su nuevo refugio y llegó a su dormitorio. Max no estaba en la habitación y,
si se menciona la verdad, no le preocupó ni le extrañó este hecho. Tomó una
camiseta, se quitó los pantalones, y se recostó sobre la cama, esperando poder
caer en la inconsciencia.
Si algo le
gustaba a Viktor, eso era dormir y su colección de pequeñas miniaturas de
ejércitos y municiones. Desde siempre, esos pequeños soldaditos habían podido
hacer que se imaginara las cosas más grandiosas y que la gloria eterna
pareciera al alcance de sus manos. Así, el muchacho cayó en un profundo sueño.
Eran
alrededor de las 3:40 de la madrugada del 19 de agosto. Algo había roto el
dulce sueño en que se encontraba sumido Viktor, quién se levantó de muy mal
humor para gritarle al que, suponía, era Max con alguna otra locura. Estaba
dispuesto a vociferar unas cuantas palabras ofensivas, cuando notó algo
extraño: alguien estaba sollozando desde el otro lado de la cama destendida de
Max. Los lamentos venían acompañados de tristes murmullos. Sólo la luz de una
lámpara iluminaba el lecho vacío.
Por más
que su cuerpo le dictaba que ignorara al sollozante y siguiera durmiendo, el
muchacho se levantó de la cama para descubrir a su compañero de cuarto encogido
en un rincón con el rostro entre ambas manos. A pesar de que el chico no le
agradaba, Viktor no pudo hacer otra cosa más que hincarse, maldiciéndose por
estarse sintiendo mal por el acongojado y preguntar:
- ¿Qué tienes? –Su voz
salió más dulce de lo que esperaba.
- Es que… yo…-Dijo Max aún
con las manos sobre el rostro y entre sollozos. -Yo estoy aquí porque mi padre me
odia. Las últimas palabras que me dijo antes de mandarme en vuelo directo hacia
aquí fueron que no me quería ver otra vez y que era un verdadero fracaso en su
vida.
- Tranquilo. –Viktor le
quitó a Max las manos del rostro y éste pudo ver los ojos verdes del muchacho
que intentaba consolarlo. Pudo ver los mechones de lacio cabello dorado que le
caían por la frente, despeinados.
- Vamos. Deja de llorar.
–Viktor tomó un pañuelo y rozó su rostro con el para quitarle una lágrima que
aún había alcanzado a resbalar por su mejilla, distraídamente. –Ya ves que todo
se soluciona...
Al sentir
ese tacto frío sobre su piel, Max percibió que el pulso lastimero de su corazón
apresuraba el paso rotundamente; sintió un estremecimiento que recorrió toda su
espalda. Si hubiera habido más luz que la tenue luz de la lámpara, Viktor
hubiera notado el rubor que se hacía más evidente en el rostro del castaño.
Estaban cerca y Max fue consciente de ello. Podía
sentir el calor que de sus cuerpos emanaba. Podía ver el pecho de su compañero,
a través de la playera blanca. Hacía un minuto que había dejado de sollozar y
de pronto las palabras del otro chico le parecieron ininteligibles. Sólo podía
pensar en esa cercanía, en ese cuerpo, en esos ojos verdes y en esos labios.
Hubo
silencio. Max miró al rubio, quien calló instantáneamente. Por un segundo,
ambas miradas se fundieron. Pocos centímetros los separaban, una distancia que
se acortó. Ahora, ambos chicos sentían la respiración del otro. Max cerró los
ojos. Sintió el roce de aquellos labios, el tacto frío de aquellas manos. Un
movimiento, una caricia, pudo hacer la diferencia. El mundo se detuvo por un
instante que pareció eterno. Ahí, labio a labio, aliento sobre aliento, la
Tierra dejó de moverse. Ahí, comenzó el Armagedón.
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