Eran las once de la mañana del lunes 25 de agosto. La campana que anunciaba
el término de otra clase sonó, chillante. Como por arte de magia, todos los
chicos que se hallaban envueltos en una pesadez soñolienta se levantaron al
unísono y, rápidos como el trueno, tomaron sus pertenencias y comenzaron a
salir del aula. Todos menos uno. Viktor se levantó despacio, como si le causara
verdadero dolor el simple acto de estirar las piernas. No había dormido bien la
noche anterior. Escasos sueños huecos habían habitado sus intranquilas horas de
vigilia, despertándolo varias veces.
Metió las manos en los bolsillos, luego de acomodarse los audífonos en el
lugar acostumbrado. No quería ver a nadie. No tenía ganas de escuchar a nadie y
definitivamente, no tenía ganas de tomar la siguiente clase: Historia. No tenía
idea de cómo, pero se había ganado el desprecio del Profesor Arteaga en tan
sólo una semana y no quería tener que ponerse a la defensiva durante sesenta
largos y dolorosos minutos.
Decidió deambular un rato para poder dejar que su mente volara a sitios inalcanzables.
Se internó en el pequeño conjunto de árboles que estaban en los terrenos de la
escuela y saltó la barda sin demasiada dificultad. Una vez afuera, se dirigió a
lo que parecía un enorme parque. Caminó por unos quince minutos y entonces pasó
algo extraño:
Mientras caminaba, cerró los ojos un
momento en el solo de guitarra más increíble que había escuchado, casi
sintiéndose estrella de rock, casi deshaciéndose de la pesadez y cuando abrió
los ojos, algo se cruzó por su camino haciendo que tropezara y cayera sobre una
superficie blanda y viviente. Abrió los ojos y se encontró con que estaba
encima de un chico un poco más grande que él, con cabellos negros, ojos grises
y una piel blanca llena de pequitas. Vicky se levantó de inmediato y se le cayó
el alma al suelo; el individuo con el que acababa de chocar era el mismo con el
que había chocado hacía pocos días.
- Otra vez tú… -dijo en un susurro, sin
poder evitar que el color se le
subiera al rostro y preguntándose cómo era que había terminado encima de aquél
personaje.
El otro chico estaba muy ocupado recogiendo
un montón de papeles del suelo de piedra. Vicky, tras unos segundos de total
parálisis, se agachó a tomar la última hoja al tiempo que el otro chico estiró
la mano para alcanzarla, con lo que sus pieles hicieron contacto por unos
segundos. El chico, que no parecía haberse percatado de la presencia del rubio,
volteó a verlo con sus grandes ojos grises, al tiempo que retiraba la mano de
la de Vicky. Mientras el eludido se levantaba de un salto para entregarle al
otro chico el papel que faltaba.
- Ya nos habíamos visto antes, ¿cierto?
–Vicky no pudo más que mover la cabeza afirmativamente, despacio.
- ¡Ah, sí! Fue contigo con quien choqué
el otro día. El chico del internado de aquí enfrente.
- ¿Cómo lo sabes? –Repuso el rubio, sorprendido, a
lo que el otro chico soltó un par de carcajadas como tintineos de campanillas.
- Eso lo sé porque mi padre es Sebastián Nájera, el director
de la escuela. Por cierto, mi nombre es Edward. –Viktor levantó una ceja y no
pudo evitar pensar que de alguna forma eso era una especie de cliché.
- Sí, lo sé. –dijo el chico mientras
leía la expresión de Vicky- Pero yo no me puse el nombre, fue mi padre.
- Yo soy Viktor. –El chico
automáticamente le tendió la mano a Edward, justo antes de que éste la
estrechase y le volviera a sonreír.
- Tú… ¿Chocas seguido con la gente?
–Dijo Vicky al tiempo que su fuero interno gritaba: ¡Estúpida pregunta!
- Sip. Es una especie de maldición.
Tarde o temprano te acostumbras. Lo siento por haberte hecho caer. Además,
estaba pensando en otra cosa.
- No… No hay problema. Por cierto, ¿qué
son esos? –Señaló el montón de papeles que estaban en brazos de Edward.
- ¡Ah! Pues… -Edward bajó un poco la
vista y se ruborizó hasta las orejas.- Sólo son cosas que escribo, nada fuera
de lo común. Algo un poco tonto, a decir verdad.
Viktor había tenido el tiempo suficiente de
leer el título de uno de los textos que rezaba: “Guía Práctica para Perder el
Equilibrio” y se preguntó qué clase de
libro podría tener un título semejante. En cuanto abrió la boca para formular
la pregunta, el muchacho de piel clara como la nieve hizo una mueca al recordar
algo y miró el camino de salida del parque.
- Lo siento mucho, me tengo que ir. Me
esperan. Mi novia se enojará si no llego a tiempo a nuestra cita. –añadió,
encogiendo los hombros y formulando una encantadora sonrisa- Te deseo mucha
suerte, Viktor. ¡Hasta otra!
- Adiós… -Susurró Vicky al verlo
emprender el camino hacia la calle colindante.
Continuó caminando hasta encontrar un árbol
que pareciese lo bastamente fornido y adecuado para subir en él y acomodarse en
el nudo de alguna de sus ramas. Ahí, la música volvió a fluir a través de los
audífonos y Viktor se dejó llevar por el abatimiento. No sabía a qué se debía
exactamente. No quería saberlo. Sólo deseaba perderse y dejar volar a su mente
a ese mundo de brillantes verdades y cosas imposibles vueltas realidad que
habitaba en lo más profundo de su ser. Pasados los minutos, ya sobre la cómoda
rama de un frondoso árbol, el sopor inundó su mente.
Cuando despertó, fue porque sus entumecidos
miembros requerían que se moviera y estaba a punto de caer de la rama que lo
sostenía. Tras bajar del árbol, regresó al edificio del internado. Una vez
adentro, esperó a que la campana de final de clase sonara y se fundió con el resto
de la población estudiantil que fluía como un río. Habían pasado al menos dos
horas desde que llegase al parque y todos volvían a sus dormitorios o iban a
las salas de estar que ocupaban el primer piso del edificio principal.
Tras cerrar la puerta de su habitación, un
tanto cabizbajo, y se dispuso a tirarse en su cama, cuando se topó con que Max
estaba recostado en ella. El ánimo del recién llegado no estaba como para
enfadarse con su compañero o siquiera hacer que se quitara, lo cual no hizo
falta, pues el castaño se movió del lugar de un salto exageradamente largo,
tropezó con su propia cama y extendió los brazos para mantener el equilibrio.
- Lo siento. –Dijo, desviando los ojos con
el rostro ruborizado.
Vicky no respondió.
- Necesitamos hablar. –Dijo Max con
timidez, tras titubear un poco. –Yo…
Vicky no supo bien por qué lo había hecho,
pero se lanzó a los brazos del muchacho que tenía enfrente, quién soltó un
gritito ahogado y aceptó el contacto, recargándose en el hombro del rubio y
enterrando el rostro en su mata de cabello largo hasta más abajo de las orejas.
No había necesidad de palabras y éstas no
fueron pronunciadas por alguno de los chicos. Pronto, Max deshizo el abrazo y
miró a Viktor directamente a los ojos. Entonces, muy a su pesar, Viktor
comprendió los sentimientos de Max. Vio el calor en los ojos castaños de Max,
vio la pasión que trataba de ocultar con muy poca sutileza. Bajó la mirada. No
podía resistir esa intensidad que parecía estrujar su diafragma, dificultándole
respirar. ¿Qué era eso? Ba-dum Ba-dum Ba-dum-dum Ba-dum-dum-dumdum dumdumdum.
Cerró los ojos, intentando tranquilizar a su exaltado corazón.
El tiempo se paró. Los segundos eran lentos
como la vida en la Tierra mientras el castaño se acercaba más, con movimientos
pausados y bien medidos. Viktor abrió los ojos. Max titubeó un poco, pero no
notó ningún indicio de que Viktor fuera a rechazarlo y entonces se acercó más y
más. Ba-dumdumdumdumdumdumdum. La tensión en su cuerpo era casi palpable,
demasiado tierna, muy estimulante. Max lo sabía y poco a poco perdió por completo
la calma, se adelantó un par de pasos y posaba sus labios por segunda vez sobre
los de su compañero de cuarto, esta vez con más intensidad, mientras rodeaba su
cuello con ambas manos de frío tacto. Sintiendo su piel, intentando recorrer
con el tacto cada centímetro del torso de su compañero, con ímpetu casi
desbordado, evaporándose por segundos, alimentando la flama que abrigaba su
interior.
Vicky no se resistió, simplemente, se dejó
llevar. ¿Qué importaban los prejuicios sociales? ¿Qué importaba si nunca había
sentido el fuego de la pasión por ninguna chica como lo sentía ahora? De
pronto, sintió el resbalar húmedo de una lágrima por su mejilla, mientras
rodeaba con ambas manos la cintura del castaño. Sus sentimientos volvían a
salir a flote y no había forma de reprimirlos.