martes, 5 de febrero de 2013

Capítulo III - La Tormenta


Eran las once de la mañana del lunes 25 de agosto. La campana que anunciaba el término de otra clase sonó, chillante. Como por arte de magia, todos los chicos que se hallaban envueltos en una pesadez soñolienta se levantaron al unísono y, rápidos como el trueno, tomaron sus pertenencias y comenzaron a salir del aula. Todos menos uno. Viktor se levantó despacio, como si le causara verdadero dolor el simple acto de estirar las piernas. No había dormido bien la noche anterior. Escasos sueños huecos habían habitado sus intranquilas horas de vigilia, despertándolo varias veces.
Metió las manos en los bolsillos, luego de acomodarse los audífonos en el lugar acostumbrado. No quería ver a nadie. No tenía ganas de escuchar a nadie y definitivamente, no tenía ganas de tomar la siguiente clase: Historia. No tenía idea de cómo, pero se había ganado el desprecio del Profesor Arteaga en tan sólo una semana y no quería tener que ponerse a la defensiva durante sesenta largos y dolorosos minutos.
Decidió deambular un rato para poder dejar que su mente volara a sitios inalcanzables. Se internó en el pequeño conjunto de árboles que estaban en los terrenos de la escuela y saltó la barda sin demasiada dificultad. Una vez afuera, se dirigió a lo que parecía un enorme parque. Caminó por unos quince minutos y entonces pasó algo extraño:
Mientras caminaba, cerró los ojos un momento en el solo de guitarra más increíble que había escuchado, casi sintiéndose estrella de rock, casi deshaciéndose de la pesadez y cuando abrió los ojos, algo se cruzó por su camino haciendo que tropezara y cayera sobre una superficie blanda y viviente. Abrió los ojos y se encontró con que estaba encima de un chico un poco más grande que él, con cabellos negros, ojos grises y una piel blanca llena de pequitas. Vicky se levantó de inmediato y se le cayó el alma al suelo; el individuo con el que acababa de chocar era el mismo con el que había chocado hacía pocos días.
-         Otra vez tú… -dijo en un susurro, sin poder evitar que el color se le subiera al rostro y preguntándose cómo era que había terminado encima de aquél personaje.
El otro chico estaba muy ocupado recogiendo un montón de papeles del suelo de piedra. Vicky, tras unos segundos de total parálisis, se agachó a tomar la última hoja al tiempo que el otro chico estiró la mano para alcanzarla, con lo que sus pieles hicieron contacto por unos segundos. El chico, que no parecía haberse percatado de la presencia del rubio, volteó a verlo con sus grandes ojos grises, al tiempo que retiraba la mano de la de Vicky. Mientras el eludido se levantaba de un salto para entregarle al otro chico el papel que faltaba.
-         Ya nos habíamos visto antes, ¿cierto? –Vicky no pudo más que mover la cabeza afirmativamente, despacio.
-         ¡Ah, sí! Fue contigo con quien choqué el otro día. El chico del internado de aquí enfrente.
-         ¿Cómo lo sabes?  –Repuso el rubio, sorprendido, a lo que el otro chico soltó un par de carcajadas como tintineos de campanillas.
-         Eso lo sé porque mi padre  es Sebastián Nájera, el director de la escuela. Por cierto, mi nombre es Edward. –Viktor levantó una ceja y no pudo evitar pensar que de alguna forma eso era una especie de cliché.
-         Sí, lo sé. –dijo el chico mientras leía la expresión de Vicky- Pero yo no me puse el nombre, fue mi padre.
-         Yo soy Viktor. –El chico automáticamente le tendió la mano a Edward, justo antes de que éste la estrechase y le volviera a sonreír.
-         Tú… ¿Chocas seguido con la gente? –Dijo Vicky al tiempo que su fuero interno gritaba: ¡Estúpida pregunta!
-         Sip. Es una especie de maldición. Tarde o temprano te acostumbras. Lo siento por haberte hecho caer. Además, estaba pensando en otra cosa.
-         No… No hay problema. Por cierto, ¿qué son esos? –Señaló el montón de papeles que estaban en brazos de Edward.
-         ¡Ah! Pues… -Edward bajó un poco la vista y se ruborizó hasta las orejas.- Sólo son cosas que escribo, nada fuera de lo común. Algo un poco tonto, a decir verdad.
Viktor había tenido el tiempo suficiente de leer el título de uno de los textos que rezaba: “Guía Práctica para Perder el Equilibrio”  y se preguntó qué clase de libro podría tener un título semejante. En cuanto abrió la boca para formular la pregunta, el muchacho de piel clara como la nieve hizo una mueca al recordar algo y miró el camino de salida del parque.
-         Lo siento mucho, me tengo que ir. Me esperan. Mi novia se enojará si no llego a tiempo a nuestra cita. –añadió, encogiendo los hombros y formulando una encantadora sonrisa- Te deseo mucha suerte, Viktor. ¡Hasta otra!
-         Adiós… -Susurró Vicky al verlo emprender el camino hacia la calle colindante.
Continuó caminando hasta encontrar un árbol que pareciese lo bastamente fornido y adecuado para subir en él y acomodarse en el nudo de alguna de sus ramas. Ahí, la música volvió a fluir a través de los audífonos y Viktor se dejó llevar por el abatimiento. No sabía a qué se debía exactamente. No quería saberlo. Sólo deseaba perderse y dejar volar a su mente a ese mundo de brillantes verdades y cosas imposibles vueltas realidad que habitaba en lo más profundo de su ser. Pasados los minutos, ya sobre la cómoda rama de un frondoso árbol, el sopor inundó su mente.
Cuando despertó, fue porque sus entumecidos miembros requerían que se moviera y estaba a punto de caer de la rama que lo sostenía. Tras bajar del árbol, regresó al edificio del internado. Una vez adentro, esperó a que la campana de final de  clase sonara y se fundió con el resto de la población estudiantil que fluía como un río. Habían pasado al menos dos horas desde que llegase al parque y todos volvían a sus dormitorios o iban a las salas de estar que ocupaban el primer piso del edificio principal.
Tras cerrar la puerta de su habitación, un tanto cabizbajo, y se dispuso a tirarse en su cama, cuando se topó con que Max estaba recostado en ella. El ánimo del recién llegado no estaba como para enfadarse con su compañero o siquiera hacer que se quitara, lo cual no hizo falta, pues el castaño se movió del lugar de un salto exageradamente largo, tropezó con su propia cama y extendió los brazos para mantener el equilibrio.
-         Lo siento. –Dijo, desviando los ojos con el rostro ruborizado.
Vicky no respondió.
-         Necesitamos hablar. –Dijo Max con timidez, tras titubear un poco. –Yo…
Vicky no supo bien por qué lo había hecho, pero se lanzó a los brazos del muchacho que tenía enfrente, quién soltó un gritito ahogado y aceptó el contacto, recargándose en el hombro del rubio y enterrando el rostro en su mata de cabello largo hasta más abajo de las orejas.
No había necesidad de palabras y éstas no fueron pronunciadas por alguno de los chicos. Pronto, Max deshizo el abrazo y miró a Viktor directamente a los ojos. Entonces, muy a su pesar, Viktor comprendió los sentimientos de Max. Vio el calor en los ojos castaños de Max, vio la pasión que trataba de ocultar con  muy poca sutileza. Bajó la mirada. No podía resistir esa intensidad que parecía estrujar su diafragma, dificultándole respirar. ¿Qué era eso? Ba-dum Ba-dum Ba-dum-dum Ba-dum-dum-dumdum dumdumdum. Cerró los ojos, intentando tranquilizar a su exaltado corazón.
El tiempo se paró. Los segundos eran lentos como la vida en la Tierra mientras el castaño se acercaba más, con movimientos pausados y bien medidos. Viktor abrió los ojos. Max titubeó un poco, pero no notó ningún indicio de que Viktor fuera a rechazarlo y entonces se acercó más y más. Ba-dumdumdumdumdumdumdum. La tensión en su cuerpo era casi palpable, demasiado tierna, muy estimulante. Max lo sabía y poco a poco perdió por completo la calma, se adelantó un par de pasos y posaba sus labios por segunda vez sobre los de su compañero de cuarto, esta vez con más intensidad, mientras rodeaba su cuello con ambas manos de frío tacto. Sintiendo su piel, intentando recorrer con el tacto cada centímetro del torso de su compañero, con ímpetu casi desbordado, evaporándose por segundos, alimentando la flama que abrigaba su interior.
Vicky no se resistió, simplemente, se dejó llevar. ¿Qué importaban los prejuicios sociales? ¿Qué importaba si nunca había sentido el fuego de la pasión por ninguna chica como lo sentía ahora? De pronto, sintió el resbalar húmedo de una lágrima por su mejilla, mientras rodeaba con ambas manos la cintura del castaño. Sus sentimientos volvían a salir a flote y no había forma de reprimirlos.

lunes, 4 de febrero de 2013

Capítulo II - La Calma Antes de la Tormenta



Era mediodía del 19 de agosto. Viktor, con ojeras y un pésimo humor, pretendía abrir un pequeño paquete repleto de “Panditas” (su dulce favorito), pero el maldito “abre fácil” se rehusaba a cooperar. Pronto, Vicky se hartó y mordió el empaque desde una de sus esquinas, rasgándolo y esparciendo las gomitas por toda la superficie. Harto de la situación, recargó la frente sobre la fría mesa.
La mente de Viktor giró en torno al episodio que había acontecido en la madrugada. Ese episodio en el cual Max… Las imágenes fueron a su mente, flotando y repitiéndose por enésima vez. 

Recordaba haber ido hasta Max, quien sollozaba y mencionaba cosas vagas acerca de que su padre lo había mandado al internado porque lo odiaba y no lo quería volver a ver. Viktor lo observaba con simpatía, intentando pensar en palabras de alivio que ofrecerle para que parara de llorar. Le limpió una lágrima que resbalaba por su mejilla y comenzó a explicarle que las malas situaciones siempre te pueden fortalecer y que las cosas no estaban tan mal. Intentó asegurarle que él tampoco estaba ahí porque   le hubieran dado a escoger y justo cuando estaba por confesarle que lo mandaron al internado como consecuencia de ser expulsado de tres escuelas, notó que Max había dejado de sollozar y que lo miraba con una intensidad que podía haber calentado al Hombre de las Nieves con sólo posarse un instante en él.  El rubor inundó su rostro. Calló al instante. Fue consiente de cómo la distancia entre ellos se fue acortando. En un acto reflejo, cerró los ojos. Podía intuir lo que estaba por ocurrir mientras sentía la respiración de Max sobre su piel justo antes de que el chico posara sus labios sobre los suyos.
Después de diez segundos, Max se apartó de él y salió corriendo de la habitación sin mirar atrás. El cuarto se quedó en completo silencio. Y él, Viktor, se quedó en un estado de conmoción casi hilarante. Sólo fue capaz de levantarse, con movimientos típicos de un autómata, y regresar a la cama en donde pasaría las tres horas siguientes durmiendo a medias e intentando evitar volver a esa escena tan confusa e incoherente. 
¿Cómo era posible que las cosas se hubieran vuelto tan... complicadas? Hacía sólo un día que había llegado a esa escuela y se encontraba con que estaba de veras incómodo en compañía de su compañero de cuarto, quien lo había besado, desaparecido a la mitad de la noche, regresado sólo a cambiarse para asistir al primer día de clases y no había tenido la decencia de explicarse o siquiera dirigirle una mirada. Él tampoco le había dirigido la palabra, ni pensaba hacerlo, pero sabía, a pesar de que no quería afrontarlo, que ese silencio no podía durar demasiado. EN poco tiempo, alguno de los dos tenía que traer el tema a colación. Era ridículo que dos personas que vivían en una habitación de 4x4 no se dedicaran ni dos frases completas. 

Por primera vez desde hacía años, Viktor se sentía incómodo ante el silencio de alguien. Lo que había ocurrido con Max no era algo que no hubiese vivido antes, pues, de hecho, antes ya había tenido unas cuantas experiencias parecidas. 
Sí, su nombre era Sandra. Ella era linda, sin duda alguna. Tenía el cabello largo y castaño, ojos color chocolate, largas pestañas oscuras y unos labios gruesos que se tornaban fácilmente en una bonita sonrisa. Ella era lo que muchos chicos de su edad añoraban en sus noches en vela. Nunca supo cómo ni cuándo fue que conquistó el corazón de Sandra. Pronto comenzaron a salir. Él la quería, ella lo amaba. O, al menos, eso creía él hasta que un día en mitad del verano se dio cuenta de que ella no le satisfacía. Así de simple.  No se preguntó por qué. Decidió terminar con ella bajo el pretexto de que la nueva escuela no iba a permitir que su relación continuara. Ella lloró. Él sintió pena por ella, pero sabía que no había nada que se pudiera hacer al respecto. No hizo de ello un drama ni se preguntó nada acerca de por qué no lo había hecho sentirse completo.


Ahora, Viktor comenzaba a cuestionarse si las mujeres le habían atraído alguna vez. No podía recordar haber estado “loco” por una chica o haber hecho cosas realmente estúpidas por alguna de ellas, como había sucedido en repetidas ocasiones con los compañeros de la escuela a la que asistía Viktor. Tampoco podía decir que le atrajeran los hombres… ¿o sí? ¿Acaso había disfrutado del episodio de hacía unas horas con Max?

Pronto tuvo la urgente necesidad de levantar la cabeza y comenzar a recoger y meterse a la boca todos los ositos de goma que estaban viéndolo con inocencia desde la superficie plana de la mesa. Le urgía dejar de pensar en lo acontecido y vaciar su mente de lo que él consideraba como una amenaza a su lado racional: sus sentimientos. Recurrió al fiel iPod para desviar sus pensamientos a una de sus grandes pasiones indiscriminadas: la música.

Así, llegó el final del descanso de mediodía. Sonó la campana y, sin muchas ganas de entrar a la clase de Historia, se adentró en la multitud hasta llegar al salón número 107 del primer piso. Ahí, chicos hablaban ruidosamente y se reían con estrépito. Con cara de pocos amigos, buscó un asiento libre al fondo de la habitación y subió el volumen a los audífonos.

De pronto, en la sala se hizo silencio y todos los chicos volvieron a sus asientos correspondientes al tiempo que un hombre de unos cincuenta años entraba en la sala y dejaba sus cosas sobre el escritorio. Viktor suspiró, presionó el botón de pausa en el iPod con resignación y retiró el par de pequeños audífonos del interior de su oído.

El hombre se presentó y comenzó a nombrar las normas principales estipuladas en el Reglamento de Alumnos. Eran palabras que se oían de salón en salón el primer día de clases. Las mismas reglas generales. El mismo ambiente de prueba y expectación. Los chicos de la sala miraban al hombre que hablaba con todo tipo de expresiones; podían verse miradas cargadas de interés y rostros cargados de pesada monotonía y aburrimiento.

Viktor comenzó a mirar a su alrededor, en busca de una fuente de entretenimiento. No se había tomado la molestia de mirar a sus compañeros con atención y ahora se daba cuenta de que todos parecían casi tan aburridos como él. Media hora había pasado desde que empezara la clase y el hombre calvo, bajito, con un bigote tupido y lleno de canas plateadas, una prominente barriga y lentes; no parecía dejar de mover los músculos de la mandíbula aún cuando no pronunciaba palabra alguna.

No tardó demasiado en comenzar a sentir la pesadez derivada de toda noche de insomnio. Los párpados luchaban por cerrarse mientras él no dejaba de decirse que dormirse en el primer día de clases era un exceso, hasta para él mismo; pero la necesidad física puede más que la razón. Viktor sentía como perdía terreno en esta batalla y, en un intento desesperado, buscó frenéticamente en los chicos de al lado algo, lo que fuera, que pudiera parecerle entretenido.

Por supuesto, como él siempre se sentaba en la esquina posterior de cualquier salón de clases, sólo tenía un vecino de al lado. Observó que era un chico moreno, de ojos vivaces. Era un poco más bajito que él y más robusto. Usaba un par de lentes de armazón negra y parecía extremadamente entretenido con la realización de una caricatura en la primera página de su cuaderno Scribe de cuadro grande. Era una morsa o, al menos, eso pensó Viktor cuando notó los grandes colmillos a los costados del bigote rechoncho. Luego había algo al lado de la morsa. Líneas amorfas se mezclaban para formar lo que parecía como un animal con cuatro patas. Tenía una cola y unas orejas puntiagudas.

-¿Qué es eso? – preguntó un chico a la izquierda que parecía estar igualmente interesado en el dibujo.

- ¿No lo ves? Es un caballo.

- ¿Por qué está al lado de una morsa?


- ¿Por qué estás tan feo? –respondió el eludido con una mueca...


- Eso no fue lo que dijo tu mamá...


Viktor no pudo percibir el resto de esa oración. El sueño estaba ganando terreno rápidamente y Viktor era consiente de que estaba por perder la batalla. No podía resistirse. “Eso es más bien un perro gigante. No sé cómo dice que es un caballo...” Fue lo último que se oyó en su fuero interno antes de que el mundo se volviera negro.


Después de lo que parecieran cinco minutos, una mano apurada interrumpió el sueño cansado de Viktor. Lo agitó enérgicamente hasta que el chico levantó la cabeza y abrió los ojos, dispuesto a asesinar al individuo que había realizado la acción. Estaba a punto de soltar una obscenidad, cuando notó que la mano que lo había despertado estaba arrugada y que un bigote poblado y canoso estaba dirigido en su dirección y no paraba de moverse.


-       Haga el favor de no volver a dormirse en mi clase. –Viktor asintió cansadamente.


La campana sonó.


-       Bueno, muchachos, pueden irse. Para la siguiente clase, no olviden traer sus libros de texto.


Viktor tardó un segundo en ponerse de pie y abrirse paso entre los chicos que esperaban salir de la habitación. Una vez fuera, buscó en su bolsillo los audífonos y se perdió entre la multitud. El día era largo y aún faltaban un par de horas para que terminaran las clases. Normalmente, estaría muy contento y subiría al techo, a su pedacito de paz, pero hoy no quería. No. Hoy estaba mejor con la gente, con las voces de los grandes del rock que inundaban su cerebro de sus penas, dolores y sentimientos. Hoy, no quería oír los suyos.