Era mediodía del 19 de agosto. Viktor, con ojeras y un pésimo humor,
pretendía abrir un pequeño paquete repleto de “Panditas” (su dulce favorito),
pero el maldito “abre fácil” se rehusaba a cooperar. Pronto, Vicky se hartó y
mordió el empaque desde una de sus esquinas, rasgándolo y esparciendo las
gomitas por toda la superficie. Harto de la situación, recargó la frente sobre
la fría mesa.
La mente de Viktor giró en torno al episodio que había acontecido en la
madrugada. Ese episodio en el cual Max… Las imágenes fueron a su mente,
flotando y repitiéndose por enésima vez. Recordaba haber ido hasta Max, quien sollozaba y mencionaba cosas vagas acerca de que su padre lo había mandado al internado porque lo odiaba y no lo quería volver a ver. Viktor lo observaba con simpatía, intentando pensar en palabras de alivio que ofrecerle para que parara de llorar. Le limpió una lágrima que resbalaba por su mejilla y comenzó a explicarle que las malas situaciones siempre te pueden fortalecer y que las cosas no estaban tan mal. Intentó asegurarle que él tampoco estaba ahí porque le hubieran dado a escoger y justo cuando estaba por confesarle que lo mandaron al internado como consecuencia de ser expulsado de tres escuelas, notó que Max había dejado de sollozar y que lo miraba con una intensidad que podía haber calentado al Hombre de las Nieves con sólo posarse un instante en él. El rubor inundó su rostro. Calló al instante. Fue consiente de cómo la distancia entre ellos se fue acortando. En un acto reflejo, cerró los ojos. Podía intuir lo que estaba por ocurrir mientras sentía la respiración de Max sobre su piel justo antes de que el chico posara sus labios sobre los suyos.
Después de diez segundos, Max se apartó de él y salió corriendo de la habitación sin mirar atrás. El cuarto se quedó en completo silencio. Y él, Viktor, se quedó en un estado de conmoción casi hilarante. Sólo fue capaz de levantarse, con movimientos típicos de un autómata, y regresar a la cama en donde pasaría las tres horas siguientes durmiendo a medias e intentando evitar volver a esa escena tan confusa e incoherente.
¿Cómo era posible que las
cosas se hubieran vuelto tan... complicadas? Hacía sólo un día que había
llegado a esa escuela y se encontraba con que estaba de veras incómodo en
compañía de su compañero de cuarto, quien lo había besado, desaparecido a la
mitad de la noche, regresado sólo a cambiarse para asistir al primer día de
clases y no había tenido la decencia de explicarse o siquiera dirigirle una
mirada. Él tampoco le había dirigido la palabra, ni pensaba hacerlo, pero sabía,
a pesar de que no quería afrontarlo, que ese silencio no podía durar demasiado. EN poco tiempo, alguno de los dos tenía que traer el tema a colación. Era ridículo que dos personas que vivían en una habitación de 4x4 no se dedicaran ni dos frases completas.
Por primera vez desde hacía años, Viktor se sentía incómodo ante el silencio de alguien. Lo que había ocurrido con Max no era algo que no hubiese vivido antes, pues, de hecho, antes ya había tenido unas cuantas experiencias parecidas.
Sí, su nombre era Sandra. Ella era linda,
sin duda alguna. Tenía el cabello largo y castaño, ojos color chocolate, largas
pestañas oscuras y unos labios gruesos que se tornaban fácilmente en una bonita
sonrisa. Ella era lo que muchos chicos de su edad añoraban en sus noches en vela.
Nunca supo cómo ni cuándo fue que conquistó el corazón de Sandra. Pronto
comenzaron a salir. Él la quería, ella lo amaba. O, al menos, eso creía él
hasta que un día en mitad del verano se dio cuenta de que ella no le
satisfacía. Así de simple. No
se preguntó por qué. Decidió terminar con ella bajo el pretexto de que la nueva
escuela no iba a permitir que su relación continuara. Ella lloró. Él sintió
pena por ella, pero sabía que no había nada que se pudiera hacer al respecto.
No hizo de ello un drama ni se preguntó nada acerca de por qué no lo había
hecho sentirse completo.
Ahora, Viktor comenzaba a cuestionarse si las mujeres le habían atraído alguna vez. No podía recordar haber estado “loco” por una chica o haber hecho cosas realmente estúpidas por alguna de ellas, como había sucedido en repetidas ocasiones con los compañeros de la escuela a la que asistía Viktor. Tampoco podía decir que le atrajeran los hombres… ¿o sí? ¿Acaso había disfrutado del episodio de hacía unas horas con Max?
Pronto tuvo la urgente necesidad de levantar la cabeza y comenzar a recoger y meterse a la boca todos los ositos de goma que estaban viéndolo con inocencia desde la superficie plana de la mesa. Le urgía dejar de pensar en lo acontecido y vaciar su mente de lo que él consideraba como una amenaza a su lado racional: sus sentimientos. Recurrió al fiel iPod para desviar sus pensamientos a una de sus grandes pasiones indiscriminadas: la música.
Así, llegó el final del descanso de mediodía. Sonó la campana y, sin muchas ganas de entrar a la clase de Historia, se adentró en la multitud hasta llegar al salón número 107 del primer piso. Ahí, chicos hablaban ruidosamente y se reían con estrépito. Con cara de pocos amigos, buscó un asiento libre al fondo de la habitación y subió el volumen a los audífonos.
De pronto, en la sala se hizo silencio y todos los chicos volvieron a sus asientos correspondientes al tiempo que un hombre de unos cincuenta años entraba en la sala y dejaba sus cosas sobre el escritorio. Viktor suspiró, presionó el botón de pausa en el iPod con resignación y retiró el par de pequeños audífonos del interior de su oído.
El hombre se presentó y comenzó a nombrar las normas principales estipuladas en el Reglamento de Alumnos. Eran palabras que se oían de salón en salón el primer día de clases. Las mismas reglas generales. El mismo ambiente de prueba y expectación. Los chicos de la sala miraban al hombre que hablaba con todo tipo de expresiones; podían verse miradas cargadas de interés y rostros cargados de pesada monotonía y aburrimiento.
Viktor comenzó a mirar a su alrededor, en busca de una fuente de entretenimiento. No se había tomado la molestia de mirar a sus compañeros con atención y ahora se daba cuenta de que todos parecían casi tan aburridos como él. Media hora había pasado desde que empezara la clase y el hombre calvo, bajito, con un bigote tupido y lleno de canas plateadas, una prominente barriga y lentes; no parecía dejar de mover los músculos de la mandíbula aún cuando no pronunciaba palabra alguna.
No tardó demasiado en comenzar a sentir la pesadez derivada de toda noche de insomnio. Los párpados luchaban por cerrarse mientras él no dejaba de decirse que dormirse en el primer día de clases era un exceso, hasta para él mismo; pero la necesidad física puede más que la razón. Viktor sentía como perdía terreno en esta batalla y, en un intento desesperado, buscó frenéticamente en los chicos de al lado algo, lo que fuera, que pudiera parecerle entretenido.
Por supuesto, como él siempre se sentaba en la esquina posterior de cualquier salón de clases, sólo tenía un vecino de al lado. Observó que era un chico moreno, de ojos vivaces. Era un poco más bajito que él y más robusto. Usaba un par de lentes de armazón negra y parecía extremadamente entretenido con la realización de una caricatura en la primera página de su cuaderno Scribe de cuadro grande. Era una morsa o, al menos, eso pensó Viktor cuando notó los grandes colmillos a los costados del bigote rechoncho. Luego había algo al lado de la morsa. Líneas amorfas se mezclaban para formar lo que parecía como un animal con cuatro patas. Tenía una cola y unas orejas puntiagudas.
-¿Qué es eso? – preguntó un chico a la izquierda que parecía estar igualmente interesado en el dibujo.
- ¿No lo ves? Es un caballo.
- ¿Por qué está al lado de una morsa?
- ¿Por qué estás tan feo? –respondió el eludido con una mueca...
- Eso no fue lo que dijo tu mamá...
Viktor no pudo percibir el resto de esa oración. El sueño estaba ganando terreno rápidamente y Viktor era consiente de que estaba por perder la batalla. No podía resistirse. “Eso es más bien un perro gigante. No sé cómo dice que es un caballo...” Fue lo último que se oyó en su fuero interno antes de que el mundo se volviera negro.
Después de lo que parecieran cinco minutos, una mano apurada interrumpió el sueño cansado de Viktor. Lo agitó enérgicamente hasta que el chico levantó la cabeza y abrió los ojos, dispuesto a asesinar al individuo que había realizado la acción. Estaba a punto de soltar una obscenidad, cuando notó que la mano que lo había despertado estaba arrugada y que un bigote poblado y canoso estaba dirigido en su dirección y no paraba de moverse.
- Haga el favor de no volver a dormirse en mi clase. –Viktor asintió cansadamente.
La campana sonó.
- Bueno, muchachos, pueden irse. Para la siguiente clase, no olviden traer sus libros de texto.
Viktor tardó un segundo en ponerse de pie y abrirse paso entre los chicos que esperaban salir de la habitación. Una vez fuera, buscó en su bolsillo los audífonos y se perdió entre la multitud. El día era largo y aún faltaban un par de horas para que terminaran las clases. Normalmente, estaría muy contento y subiría al techo, a su pedacito de paz, pero hoy no quería. No. Hoy estaba mejor con la gente, con las voces de los grandes del rock que inundaban su cerebro de sus penas, dolores y sentimientos. Hoy, no quería oír los suyos.
Ahora, Viktor comenzaba a cuestionarse si las mujeres le habían atraído alguna vez. No podía recordar haber estado “loco” por una chica o haber hecho cosas realmente estúpidas por alguna de ellas, como había sucedido en repetidas ocasiones con los compañeros de la escuela a la que asistía Viktor. Tampoco podía decir que le atrajeran los hombres… ¿o sí? ¿Acaso había disfrutado del episodio de hacía unas horas con Max?
Pronto tuvo la urgente necesidad de levantar la cabeza y comenzar a recoger y meterse a la boca todos los ositos de goma que estaban viéndolo con inocencia desde la superficie plana de la mesa. Le urgía dejar de pensar en lo acontecido y vaciar su mente de lo que él consideraba como una amenaza a su lado racional: sus sentimientos. Recurrió al fiel iPod para desviar sus pensamientos a una de sus grandes pasiones indiscriminadas: la música.
Así, llegó el final del descanso de mediodía. Sonó la campana y, sin muchas ganas de entrar a la clase de Historia, se adentró en la multitud hasta llegar al salón número 107 del primer piso. Ahí, chicos hablaban ruidosamente y se reían con estrépito. Con cara de pocos amigos, buscó un asiento libre al fondo de la habitación y subió el volumen a los audífonos.
De pronto, en la sala se hizo silencio y todos los chicos volvieron a sus asientos correspondientes al tiempo que un hombre de unos cincuenta años entraba en la sala y dejaba sus cosas sobre el escritorio. Viktor suspiró, presionó el botón de pausa en el iPod con resignación y retiró el par de pequeños audífonos del interior de su oído.
El hombre se presentó y comenzó a nombrar las normas principales estipuladas en el Reglamento de Alumnos. Eran palabras que se oían de salón en salón el primer día de clases. Las mismas reglas generales. El mismo ambiente de prueba y expectación. Los chicos de la sala miraban al hombre que hablaba con todo tipo de expresiones; podían verse miradas cargadas de interés y rostros cargados de pesada monotonía y aburrimiento.
Viktor comenzó a mirar a su alrededor, en busca de una fuente de entretenimiento. No se había tomado la molestia de mirar a sus compañeros con atención y ahora se daba cuenta de que todos parecían casi tan aburridos como él. Media hora había pasado desde que empezara la clase y el hombre calvo, bajito, con un bigote tupido y lleno de canas plateadas, una prominente barriga y lentes; no parecía dejar de mover los músculos de la mandíbula aún cuando no pronunciaba palabra alguna.
No tardó demasiado en comenzar a sentir la pesadez derivada de toda noche de insomnio. Los párpados luchaban por cerrarse mientras él no dejaba de decirse que dormirse en el primer día de clases era un exceso, hasta para él mismo; pero la necesidad física puede más que la razón. Viktor sentía como perdía terreno en esta batalla y, en un intento desesperado, buscó frenéticamente en los chicos de al lado algo, lo que fuera, que pudiera parecerle entretenido.
Por supuesto, como él siempre se sentaba en la esquina posterior de cualquier salón de clases, sólo tenía un vecino de al lado. Observó que era un chico moreno, de ojos vivaces. Era un poco más bajito que él y más robusto. Usaba un par de lentes de armazón negra y parecía extremadamente entretenido con la realización de una caricatura en la primera página de su cuaderno Scribe de cuadro grande. Era una morsa o, al menos, eso pensó Viktor cuando notó los grandes colmillos a los costados del bigote rechoncho. Luego había algo al lado de la morsa. Líneas amorfas se mezclaban para formar lo que parecía como un animal con cuatro patas. Tenía una cola y unas orejas puntiagudas.
-¿Qué es eso? – preguntó un chico a la izquierda que parecía estar igualmente interesado en el dibujo.
- ¿No lo ves? Es un caballo.
- ¿Por qué está al lado de una morsa?
- ¿Por qué estás tan feo? –respondió el eludido con una mueca...
- Eso no fue lo que dijo tu mamá...
Viktor no pudo percibir el resto de esa oración. El sueño estaba ganando terreno rápidamente y Viktor era consiente de que estaba por perder la batalla. No podía resistirse. “Eso es más bien un perro gigante. No sé cómo dice que es un caballo...” Fue lo último que se oyó en su fuero interno antes de que el mundo se volviera negro.
Después de lo que parecieran cinco minutos, una mano apurada interrumpió el sueño cansado de Viktor. Lo agitó enérgicamente hasta que el chico levantó la cabeza y abrió los ojos, dispuesto a asesinar al individuo que había realizado la acción. Estaba a punto de soltar una obscenidad, cuando notó que la mano que lo había despertado estaba arrugada y que un bigote poblado y canoso estaba dirigido en su dirección y no paraba de moverse.
- Haga el favor de no volver a dormirse en mi clase. –Viktor asintió cansadamente.
La campana sonó.
- Bueno, muchachos, pueden irse. Para la siguiente clase, no olviden traer sus libros de texto.
Viktor tardó un segundo en ponerse de pie y abrirse paso entre los chicos que esperaban salir de la habitación. Una vez fuera, buscó en su bolsillo los audífonos y se perdió entre la multitud. El día era largo y aún faltaban un par de horas para que terminaran las clases. Normalmente, estaría muy contento y subiría al techo, a su pedacito de paz, pero hoy no quería. No. Hoy estaba mejor con la gente, con las voces de los grandes del rock que inundaban su cerebro de sus penas, dolores y sentimientos. Hoy, no quería oír los suyos.
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